Llegué a mi habitación y despedí a mis damas de compañía. Miré mi cama, tan grande que en ella cabrían tres o cuatro personas, y levanté el colchón. De debajo saqué unos pantalones y una camisa algo vulgares, nada propios de alguien de la realeza. De debajo de uno de mis tocadores saqué unas zapatillas desgastadas y un poco sucias.
Me vestí y me recogí el pelo, me teñí la piel de un tono más oscuro y me puse las zapatillas. Me miré al espejo y, satisfecha, sonreí. No era probable que me reconocieran así.
Abrí un pasadizo cerca de la chimenea y me introduje en él, cerrando la entrada desde dentro. Empecé a andar hasta el exterior.